OPINIÓN

Armando

Chavacanadas

Salvador Muñoz

Quizá sea por las vacaciones decembrinas, pero ya no lo he visto desde mi ventana… Su peculiar forma de caminar en un rítmico sube y baja, me llamó la atención desde la primera vez que lo vi. Estoy seguro que esas ocasiones en que coincidían su “pasito tum-tum” y mi asomar, era porque iba a su trabajo, porque tengo la certeza de que tiene un trabajo, porque si no, ¿qué hace un joven caminando con prisa antes de las 9 de la mañana, de manera rutinaria, al menos cinco veces a la semana?

Una tarde, entre cinco y seis de la tarde, atravesaba el parque de Jardines de Xalapa para llegar a la casa y una voz empezó a sonar a mis espaldas acompañada de un “¡No, gracias!” Voltee y vi a ese joven de peculiar andar con una bolsa negra en una mano y en la otra, una bolsita de chicharrones… seguí caminando y cuando atravesé el parque, hice una conjetura: el muchacho de “Pasito tum-tum” vendía botanitas… urgué en mi pantalón de mezclilla y encontré algunas monedas; para ese momento, el chavo ofrecía a una señora su bolsita de chicharrones con un rotundo y repetido “¡No, gracias!”

–¡Hey! ¿Qué vendes?

Se volteó y se me acercó para extender su brazo izquierdo con la bolsita de chicharrones. La tomé y a la vez, igual extendí mi brazo derecho para recibir un rotundo “¡No, no…!”

Extrañado, le pregunté: “¿No las vendes?”

Con un obvio problema del habla, alcancé a entender un “¡Los regalo!”

Lo primero que vino a mi mente fue Parálisis Cerebral por Hipoxia. Curiosamente no tenía mucho que había entendido estas palabras. No hacía mucho que había leído el libro de mi amigo El Chueco, Osvaldo Taxilaga: “Lo Hice”.

Hay una imagen que mantengo tan vívida de cuando vi por primera vez al Chueco: Su singular caminar, parecido al del muchacho de los chicharrones, descendiendo por la avenida Encanto para dirigirse al Congreso del Estado donde labora. Podría venir entre mucha gente, pero me llamaba mucho la atención su figura porque destacaba, por esos pasos firmes, seguros… más fuertes que los de cualquiera de nosotros.

Cuando leí “Lo hice”, nunca pude imaginar que pudiéramos estar tan ligados en espíritu; quizás por eso, desde que lo conocí personalmente, me quise hermanar con él…

¿Y el muchacho de los chicharrones? Descubrí que no los vendía, ¡los estaba regalando! Y cuando le pregunté el porqué, con una enorme y generosa sonrisa, me dijo: “¡Feliz Navidad!” Mi Grinch se vino abajo, se deshizo, se desmoronó con su voz, con su expresión, con la felicidad en su rostro, y le di las gracias devolviéndole la sonrisa con una sonrisa. Se volteó y vio a unos albañiles que están trabajando en la remodelación del parque. Alzó los hombros, y cual si galopara, se lanzó hacia ellos, atravesó la calle, y le ofreció al primero una bolsa de chicharrones y le respondió que no… del otro lado de la calle, alcé mi brazo y llamé la atención del segundo albañil y le asentí con la cabeza para que, justo en el momento en que se le ofrecía la bolsita, la aceptara. Crucé mis brazos en señal de agradecimiento mientras de nueva cuenta, el muchacho de “pasito tum-tum” cruzaba la calle hacia mí… Para ese momento, dos jovencitas venían hacia nosotros y le dije: “Mira, ofréceles!”, pero me respondió con un “No”, mientras volteaba la bolsa negra y la sacudía… parece que había acabado su encomienda… me dijo “Adiós” y enfiló su peculiar andar hacia la avenida Joaquín Arróniz.

–Hey, ¿cómo te llamas?– alcancé a gritarle…

–¡Armando!– me respondió con fuerza. Se volteó y siguió su camino.

Esto fue antes de las vacaciones decembrinas… a veces me asomo a la ventana, antes de las nueve de la mañana, esperando verlo con ese peculiar modo de ir caminando por la vida… pero no lo he visto… aunque tengo la certeza de que en enero, me lo he de encontrar, para que esa cortesía espiritual que él me brindó con un “¡Feliz Navidad!”, yo se la devuelva con un “¡Feliz Año Nuevo, Armando!”

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