Columna de Opinión
Zaira Rosas
Hemos llegado a un punto donde las máquinas con capacidad de aprendizaje y análisis no son parte de la ficción, sino de nuestra realidad, atrás quedaron las tramas cinematográficas o literarias donde las máquinas podrían tener el control de nuestras vidas e incluso operar entre nosotros sin que nos percatemos de ello, porque de alguna manera es algo que estamos viviendo como parte de nuestra realidad.
Las películas más taquilleras como Misión Imposible: sentencia mortal, nos invitan a reflexionar sobre la lucha de poder que se tiene por controlar la tecnología que podría controlarlo todo. A su vez Oppenheimer nos remonta a un momento histórico de índole similar donde la búsqueda de poder hace que se pongan todos los medios científicos y económicos por encima de la vida de seres humanos.
Aunque ambas tramas son filmes de distinta temática, tienen algo en común: el retrato de gobiernos ambiciosos que buscan el control del mundo y mostrar su superioridad en la humanidad. Si bien en estos casos el eje central es Estados Unidos, lo cierto es que parte de la naturaleza humana es estar en constante debate entre la bondad y la búsqueda de poder. ¿Qué hace que la balanza se incline a un punto u otro? La capacidad de elección.
La decisión profunda, reflexionada y minuciosa es algo que las máquinas sólo han podido emular con ciertos algoritmos cuyos referentes son meramente análisis matemáticos y sistemáticos, sin embargo como seres humanos tenemos una oportunidad mayor de criticidad y reflexión que no tienen las máquinas, de ahí que pese al desarrollo de la Inteligencia Artificial (IA), no seamos superados por la tecnología para puestos de mando e incluso la operación de IA requiere de personas con análisis crítico y estrategia que les supervisen.
El desarrollo de estas habilidades está al alcance de todas las personas, pero para algunas puede resultar más cómodo que alguien haga el trabajo más sencillo, sin considerar que este tipo de simplificaciones puede traer consigo el desplazamiento laboral, tal como en su momento pasó con la revolución industrial. En 1760 el mundo comenzó un proceso de transformación a través de las máquinas, en nuestra era actual este proceso se ve incrementado pues ya no se trata únicamente del trabajo manual que las máquinas pueden emular superando a los seres humanos, sino también de los procesos intelectuales.
Adicional a la capacidad de elección, los sentimientos no pueden ser emulados por máquinas, lo más profundo de nuestra humanidad estriba justo en la capacidad de sentir empatía y compasión por otros seres. Esta clase de emociones permiten el cambio de decisión ante situaciones más profundas y complejas donde pueda estar en juego una vida, mismas que probablemente una máquina no podría considerar.
De igual forma la IA nos invita a replantear nuestros pensamientos más profundos e incluso cuál es el origen de nuestra naturaleza pues en cuanto han aparecido bots y programas cuyos algoritmos se alimentan de la información que les otorgamos, vemos que pueden terminar siendo sumamente destructivos. ¿Es acaso esa nuestra programación final? Ante un cambio inminente del entorno y una nueva era donde la vida inteligente puede estar más allá de nuestro planeta, surgen todo tipo de dilemas y teorías.
¿Qué nos hace mejores que otras especies? ¿hasta dónde llega nuestra creencia de superioridad ante el entorno en el que añoramos prevalecer pero que de igual forma destruimos constantemente? La manera en la que nos relacionamos con seres de forma inmediata es un recordatorio de lo que podemos hacer y nos invita a pensar a dónde queremos llegar. Las narrativas apocalípticas del fin del mundo por daño ambiental parecen cada vez más cerca, pero si hemos logrado todo esto, también podemos elegir un estilo de vida a la inversa, donde nuestra naturaleza se enfoque más hacia una cultura del cuidado.