Sergio Armin Vásquez Muñoz
El sábado no fue un día cualquiera. Fue el día que conocí en persona a Leticia Tarragó. La saludé, platiqué con ella y hasta una “selfie” nos tomamos. Y es que ese saludo lo tenía pendiente desde hace más de cuarenta años, porque desde entonces conozco su nombre y su obra.
Leticia Tarragó Rodríguez es una artista plástica veracruzana, nacida en Orizaba en 1940. Después de sus años de formación, de radicar algún tiempo en Polonia y de definir su estilo artístico, se establece en Briones, zona residencial que se ubica entre Xalapa y Coatepec, muy cerca de La Pitaya, junto con su esposo Fernando Vilchis Oñate, también un excepcional artista plástico, originario del puerto de Veracruz, lamentablemente fallecido en 2004.
A finales de los setenta y principios de los ochenta, mi papá era contratista, y en ese periodo le encargaron parte de la remodelación y ampliación de la residencia que está justo enfrente de la casa de los Vilchis-Tarragó
Es por eso que desde niño tuve “cercanía” con la maestra Leticia. Siempre quise cruzar la calle y preguntarle cómo le hacía para pintar “tan bonito”, me decía a mí mismo, porque algunos libros de texto que me tocaron llevaban ilustraciones de su autoría. Después, empecé a ver sus grabados y pinturas por todas partes: en casa de amigos, en oficinas, en periódicos, revistas, libros, exposiciones, en diferentes espacios de la Universidad Veracruzana y en algunas otras instituciones relacionadas con el arte y la cultura.
Sin duda, es una artista con una producción de obra generosamente prolífica.
Y en todos los casos, me bastaba con ver un poco para identificar que se trataba de algún trabajo hecho por ella, porque su estilo es inconfundible: el rostro inexpresivo de un personaje, casi siempre femenino, casi siempre infantil; trazos y colores con sabor a nostalgia permanente; una fauna endémica, representada por un gato, un caracol, un pez, un búho o un caballo; una flora melancólica, en algunos casos apenas insinuada; paisajes tomados de sueños a ojos abiertos, de los que no se sabe quién es el espectador: el cuadro o quien lo observa.
Mi incursión en el caprichoso mundo del arte tiene necesariamente como referente a mi “vecina” imaginaria.
Es por eso que el sábado decidí cruzar la calle del tiempo y del espacio y saludar a Leticia Tarragó, porque ahora la Casa Vilchis-Tarragó, además de ser un nicho de arte y exuberante naturaleza, para mi buena suerte también es un centro gastronómico, especialmente en sus ediciones del “Festival del Marisco”.
Así, en un mismo día pude degustar las delicias del mar en el hogar de la artista, conocer su taller, sus obras más recientes y estrechar su mano, tan amigable como lo esperaba, bajo el manto acústico de una alegre marimba.
Tengo que confesar que para hacer esta realidad un sueño, conté con la complicidad de Oralia, mi generosa y adorada mujer, y del arquitecto Carlos Vitalis Illescas Luna, mi compañero de fórmula en el arte de la amistad.
El sábado no fue un día cualquiera, porque fue el día en que conocí en persona a Leticia Tarragó.