Este 15 de junio de 2020 pensaba escribir la crónica sobre las peripecias para ver al presidente, pero hoy también me he quedado sin abuelitos. Hace apenas unos años, podía presumir que vivían los cuatro, pero en la tarde falleció el último.
Primero se fue Don Nico. Padre de mi mamá y mi padre de crianza, el primero que me enseñó libros de Rius y a regalarme cigarros mientras nos desvelábamos viendo la tele. Era fuerte como roble, panzón, irónico, sarcástico y valemadrista. Aficionado a los crucigramas y a sus revistas Quiz con acertijos mentales. Siempre se le recuerda por estar afuera de su casa oyendo el beisbol en su radio, en la banqueta, o descansando en su hamaca en el patio, donde era más fresco. Su mente se fue nublando porque el oxígeno no le llegaba a su cabecita de pelo chino con canas, y al final partió y no me pude despedir dignamente de él.
Luego partió Doña Mary, madre de mi papá. Gordita, cariñosa, sonriente y risueña: así la recuerdo. Le gustaba tocar música en su órgano de muchas teclas y era sumamente espiritual. Pese al divorcio de mis jefes, ella constantemente nos buscaba cuando éramos niños y siempre nos traía regalos. Una vez tuve un conflicto muy fuerte con mi madre y me acuerdo que me fue a buscar para llevarme a cenar, para salir a distraerme y platicar: tenía ese don que sólo tienen las abuelas para calmar el alma con amor. Aunque no convivimos mucho por la distancia relativa entre familias, siempre estuvo ahí; siempre dedicó oraciones a todos sus nietos, a los que quería mucho. A lo último perdió su piernita, luego, ella partió.
Luego siguió mi madre de crianza: Doña Chelo, la viejita más mañosa que he conocido. La que cruzaba como “mojada” a Texas para trabajar en las maquilas y talleres. La de la familia grande, con muchos hermanos (unos más cabrones que otros, pero todos tíos-abuelos bien chidos). La que de repente sorprendía porque se sabía canciones de Edith Piaf “La Gorrioncillo” o te reconocía clásicos como minuetos de Mozart o Pour Elise, de Beethoven. De hecho, era muy aficionada a la música y llegó a regalarme casettes de tríos como “Los Calavera”; también la recuerdo con sus libros de Herbolaria y su afición al ajo como un medicamento natural. Ella pasó sus últimos días con mi madre, refunfuñando que quería estar en su casa. Su memoria se fue perdiendo, pero ahí estuvo siempre.
Este 15 de junio, por la tarde, partió Don Amado, el padre de mi padre y patriarca de los Ortega. De todos los abuelos, el más conocido por su historia en el gremio sindical petrolero como líder nacional de Marina. No había dirigente petrolero o político en la región de Minatitlán que no conociera a mi abuelo y lo respetara, por su don de gente y disposición de ayudar.
Con él quizás tuve menos acercamiento pasando la adolescencia, pero sí lo recuerdo mucho. Ya grande me gustaba mucho escucharlo contar sus historias de política y la última que realmente me sorprendió fue cuando me enteré que se dedicó al contrabando de licor en su juventud, bajando los pomos de los buques que llegaban a Nanchital, transportándolos a través del río Coatzacoalcos y finalmente vendía en las cantinas de Minatitlán.
El viejo Amado también era conocido por ser bohemio. Muchos de los que lo conocieron me decían que era un deleite sentarse a tomar con él porque se podían pasar horas platicando de política, de la vida, de todo, pero además sabía tomar, echar desmadre y difícilmente se le veía embriagado. Llegó a ser dueño de uno de los cabarets más importantes en el estado, “El Mesón de Los Pájaros”, quizás de los primeros en la entidad en la época gloriosa de Minatitlán, en los años dorados del petróleo, con vedettes, showmans, cantantes, grupos musicales, etc.
Ahí, abajo de la caja registradora que atendía mi mamá, estaba mi cuna, así que se puede decir que mis primeros años los pasé en un congal gracias a mi abuelo paterno.
Incluso ya jubilado llegó a tener sutil influencia en el sindicato petrolero; de esos vatos de la vieja escuela de colmillo retorcido; de esos personajes que se hacen sentir sin hacer tanto ruido. Creo que el viejo sabía la importancia de sembrar favores y cosecharlos, como cuando Carlos Romero Deschamps (el sempiterno dirigente petrolero recientemente despedido) lo saludaba con cariño cuando lo veía en Minatitlán, porque nunca se olvidó que Don Amado lo ayudaba cuando Romero era un simple asistente. Sencillamente Don Amado era un viejazo muy cabrón y tenía muchos amigos.
Creo que Don Amado merecía un homenaje o reconocimiento de Minatitlán, pero nunca fue de los que buscaba reflectores. Alguna vez platicando con él una noche, frente al templo a donde iba mi abuela a rezar, me dijo de la vida en el mar y los días que eran todos iguales. Pragmático, apostó siempre más a que un hombre debía aprender un oficio más que una carrera universitaria.
Alguna vez le pregunté qué se necesitaba para ser político y si era para tener poder. Serio, me dijo “no, es para servir”.
Me hubiera gustado platicarle que hoy me tocó cubrir al Presidente en su evento en Xalapa.
En sus últimos días lucía muy flaquito y estuvo al pie del cañón al lado de Doña Mary hasta donde sus fuerzas se lo permitían. Hoy le tocó trascender en medio de la pandemia: un rápido adiós.
Aunque yo pensé que era un poco más lejano, alguna vez el profe Danilo, director de la secundaria donde estudié, me contó que Don Amado iba a la escuela a preguntar por mí y por mi hermana; de eso me enteré muchos años después.
Quizás el mejor homenaje que tendría el viejo Amado sería destapar una chela o un whiskito, como aquella vez que incineraron a Doña Mary y fue el último trago que tomamos junto al viejo, los primos y el tío Jorge, que se rifó con la botella…
Ya vas, viejo, salud… ¡Buen viento y buena mar!
@pablojair